El otro día compré un Papá Noel eléctrico. Fue en una tienda
de chinos. Tenían uno expuesto en las baldas dedicadas a los adornos de
Navidad. Me gustó. Tiene cara de sueco o noruego, el pelo largo, rizado y muy
blanco, igual que la barba. El traje rojo típico, el cinturón ancho y negro, las
botas con los rebordes algodonados y en su mano derecha, una campanilla que hace
sonar llevando el brazo arriba y abajo. Funciona a pilas. Vi las cajas y me
decidí. Como todo lo que allí se exponía, no era demasiado caro. Precios
asiáticos. Las pilas las vendían aparte. Antes de pagar, en el mostrador de la
caja, pude ver uno exactamente igual que el que yo me llevaba. Estaba en marcha
y movía el brazo, sonaba la campanilla y cada cinco segundos decía HO, HO, HO.
Genial, me dije. A mis sobrinos les gustará.
Una vez en casa, abrí la cartón, lo saqué del plástico, le
puse las pilas y lo dejé encima del mueble del recibidor. Por si acaso y para
evitar sorpresas de última hora comprobé que funcionaba. Efectivamente, movía
su bracito de arriba abajo y hacía sonar la campanilla. Tenía aspecto de estar
bien alimentado, con sus pómulos sonrosados y la barriga enorme. Después de
unos cuantos tintineos, el muñeco dijo: JA, JA, JA.
¿JA, JA, JA? Me dije. Se suponía que debía decir HO, HO, HO.
De nuevo, después de otra serie de campanillazos, dijo JA, JA, JA. Cinco
tintineos y otra vez JA, JA, JA. Busqué el ticket de compra, pero lo había
tirado. Si regresaba corriendo, puede que el empleado se acordara de mí. Pero
no debía precipitarme. Reset duro. Lo apagué y lo volví a encender. De nuevo,
el muñeco repitió la locución: JA, JA, JA. ¿Qué es esto? le dije en alto, se
supone que deberías decir HO, HO, HO y no JA, JA, JA. Él me respondió: JA, JA,
JA.
Lo volví a desconectar. A mí no me toma el pelo un muñeco,
por muy Papá Noel que sea. Extraje la caja y el plástico de la basura y, como
buenamente, pude, lo volví a guardar en la caja. En la tienda, me dirigí al
empleado. Mire usted, dice JA, JA, JA, en vez de HO, HO, HO. Lo saqué, lo puse
encima del mostrador y lo encendí. El muñeco campanilleó y dijo HO, HO, HO.
¡Vaya por Dios! Exclamé. Parece que se ha arreglado. Avergonzado, salí del establecimiento
pidiendo perdón y profiriendo palabrotas.
Otra vez en casa, volví a encender el muñeco. Esta vez, en
la mesa de la cocina. Campanilleó y dijo: JA, JA, JA. ¡Mierda! Otra vez. O
dices HO, HO, HO o te estrangulo. Pero el sueco gordinflón siguió en sus trece
con el JA, JA, JA.
Lo volví a meter en la caja y lo aparté encima de la
alacena. Junto a los libros de cocina. En la parte más elevada.
No me gusta la Navidad. En fin. Yo hago lo que puedo, lo
juro. Intento agradar a todo el mundo, a la familia, a mis sobrinos, a mis
hermanos, a mis padres. Pero siempre hay alguien que lo echa todo por tierra.
Este año ha sido Papá Noel. Yo soy más de Reyes Magos. No hablan. Solo cabalgan
en sus camellos y sonríen a los niños. Pero Papá Noel, ese señor con cara de noruego
o sueco y con aspecto de atiborrarse a azúcares y grasas y bebidas alcohólicas,
no es de los míos.
Llegaron mis sobrinos. Qué bonito árbol. Qué bonitas guirnaldas.
Qué precioso Nacimiento. Qué luces, qué espumillón, qué… ¿Y Papá Noel?,
preguntaron. JA, JA, JA, les respondí. Tío, se dice HO, HO,HO, me corrigieron.
¿HO, HO, HO? Les respondí, yo tengo uno que dice JA, JA, JA.
Ja, ja, ja, se rieron. No nos lo creemos. Entonces, después
de sopesarlo durante medio segundo, decidí desenvolver de nuevo el muñeco
borrachuzo y mostrar a mis sobrinos el engendro navideño que había comprado en
los chinos. Lo puse en la mesa del salón, cerca del árbol de Navidad, y lo
encendí. El gordo movió su brazo, tintineó la campanilla y dijo HO, HO, HO. Los
niños, extasiados, se quedaron observándome, como diciendo, donde está el
truco, o el chiste, o la sorpresa. Se supone que tenía que decir JA, JA, JA, y
no HO, HO, HO, les dije. Pero no les hizo ninguna gracia. No entendieron nada y
yo tampoco.
En fin. Cenamos, nos dimos los regalos, brindamos, comimos
turrón y se fueron a su casa. El gordo borracho me miraba desde la mesita del salón.
Estaba quieto. Apagué las luces del árbol. Recogí alguna vajilla y fregué algo.
Después me senté a fumar un pitillo, solo, sin ruidos, tranquilo en el sofá
orejero del salón. El gordo rojo me miraba. Cabrón, le llamé. Eres un traidor.
Pero él no hizo nada. Tenía su brazo bajado, sujetaba la campanilla y sonreía
de esa manera con la que sonríen quienes no tienen nada que perder. Entonces,
apagué el cigarrillo y me levanté. Le subí la camisola roja por la espalda y di
al interruptor. Luego lo posé en la mesa. Movía la cabecita y su brazo derecho
de arriba abajo. La campanilla tintineó y el imbécil profirió. JA, JA, JA.
Eso es todo inspector. Lo demás ya lo sabe o se lo puede
imaginar. Saqué el encendedor y le amenacé. Te vas a arrepentir, le dije. Él
seguía con su JA, JA, JA como si la cosa no fuera con él. Lo rocié de coñac y
lo prendí. Di ahora JA, JA, JA, cabrón, le dije furioso. JA, JA, JA, me
respondió entre llamaradas. JA, JA, JA, repitió. El fuego se extendió. Cayó una
chispa a la alfombra. La ventana estaba abierta y las llamas se precipitaron
por toda la habitación, las cortinas primero, los muebles y más tarde toda la
vivienda.
—¿No tiene más que decir? —me preguntó el oficial.
— Nada más, señor. Solo, tal vez, mencionar que no me arrepiento.
Yo soy de los Reyes Magos ¿y usted?
El inspector me miró con la boca abierta y yo concluí: Una
cosa más, le dije:
— ¡Feliz Navidad! ¡JA!, ¡JA!, ¡JA!
--FIN--
Y... Feliz Navidad.