Si grazna como un pato y nada como un pato, es un pato.
Lo digo porque si la piel de nuestro personaje está ajada como la de un abuelo y habla como un abuelo, es un abuelo.
Y esos hombres, digo, no tienen por qué tener nombre para la ocasión de ser narrados en su rol de abuelos.
Esta es la historia:
Se sentaron a comer. Había
amanecido un hermoso día de julio. El abuelo apoyó los codos en la mesa y
entrelazó sus dedos. Todos guardaron en silencio, atentos a las palabras que
estaba a punto de pronunciar:
—¡Dios mío! ¡Qué ganas tengo de
que llegue la primavera!
Era el primer domingo que el
abuelo no citaba un párrafo del Antiguo Testamento en el momento de empezar a
comer, al menos, desde hacía quince o veinte años.
Su mujer, Úrsula, se sentaba junto
a él. En el otro lado, frente a la ventana, Linda, su preciosa hija. Después
Donald, su yerno, y en el otro extremo, la pequeña Martina, su nieta. El centro
de la mesa lo ocupaba una gran fuente de carne, bistec con guisantes y puré de
patata.
Todos se quedaron observando al
abuelo sin dar crédito al comentario banal y fuera de lugar que acaban de oír. Martina dejó escapar una
risita y el perro, que se hallaba fuera de la casa, en el jardín, ladró un
ladrido desgarrador, como si fuera consciente de lo que estaba ocurriendo
dentro del comedor.
—Siéntate bien y empieza
—Reprendió Linda a su hija, rompiendo la expectación que el pequeño incidente había provocado.
Úrsula supo entonces que el lunes
lo dedicaría a llamar al doctor Alexander G. para que le firmara algún
documento que certificara la incapacidad mental de su marido. Lo tenía
previsto. Había llegado el momento de tomar las riendas de la administración de
todos sus negocios, pensó, y se congratuló, además, de que por fin podría
permitir a Dada, su pastor alemán, entrar en la casa, como un miembro más del
círculo familiar. El animal había sido tratado con desdén, a todas luces
desproporcionado, por el abuelo, desde que el doctor, amigo de la familia, se
lo regalara a la señora dos años atrás.
A Linda le dio pena ver a su
padre tan —pensó cuál sería la palabra apropiada si hubiera podido hablar de
ello—… indefenso. Eso es, concluyó, indefensión ante una enfermedad mental que
ya había sido pronosticada por el doctor Alexander G. Demencia senil, había
dicho él para abreviar las explicaciones. El abuelo había comenzado a mostrar
algunos síntomas, según la señora, ya que no hacía más que decir que había
iniciado los trámites para dejar la herencia de todas sus posesiones a la
pequeña Martina.
Donald no estaba seguro de por
qué no hablaba nadie mientras comían. El dislate del abuelo no había sido todo
lo esperpéntico que se podía esperar para alguien de su edad, en estado senil,
y de todas formas Linda y él ya se habían asesorado en cómo encarrilar los
aspectos legales sobre el usufructo de los bienes que Martina heredaría, teniendo
en cuenta que eran sus tutores legales. Quiso romper el hielo con una frase
intrascendente, algo relativo al partido de fútbol que vería más tarde, pero finalmente esbozó:
—Linda, cariño, ¿puedes pasarme
el pan?
Martina no había parado de reír,
aunque se ocupaba de disimularlo tapándose la boca con la mano y la servilleta.
Esa mañana, el abuelo le había rebelado:
—¿Quieres pasar un rato
divertido? Ya verás qué susto les vamos a dar.
Úrsula, aunque cada vez más
mayor, todavía se encontraba en condiciones de vivir una existencia, como se
suele decir, de calidad. Los últimos años, el abuelo le había hecho la vida
imposible, porque su pasión por el trabajo y sus negocios y su afán de acumular
más y más dinero, parecía ser la única fuente de placer del viejo. Eso, y la
peregrina extravagancia de prohibir a Dada que entrara en la casa, excluyéndolo
del entorno familiar. Esta manía era considerada por Úrsula como un desprecio
intolerable hacia ella y un tormento para el animal.
En los últimos meses, el hombre
solo tenía ojos para su nieta y, dada la pasión que la chiquilla sentía por los
caballos, se había permitido incrementar su cuadra con un par de ejemplares especialmente
elegidos para su pequeña amazona, que había comenzado a tomar clases de
equitación, con un profesor particular que el abuelo sufragaba de buena gana.
Martina no se separaba de su fiel Charlatán, un pura sangre andaluz muy dócil,
teniendo en cuenta su exquisito pedigrí.
Úrsula tenía otros planes
diferentes que andar por ahí gastando el dinero en caballos y profesores
particulares. Alexander G. era la causa. El doctor, amigo de la familia, estaba
enamorado de la mujer, siempre lo había estado. Úrsula había disimulado algunos
escarceos con el médico años atrás. Más tarde, le hizo saber que no estaba
dispuesta a arriesgar su magnífica asignación ni la herencia por un poco de
afecto y placeres carnales, a sus años. Pero el doctor, lejos de rendirse,
había planeado el modo de deshacerse de su contrincante.
Una tarde le desveló sus planes a
su amada y ambos estuvieron de acuerdo.
—Nunca más te tendrás que
angustiar viendo a nuestro querido Dada dormir en el jardín —le había prometido
el doctor.
Doña Úrsula abrazó a su amante.
En las últimas semanas, el perro no hacía más que aullar y lamentarse y la
mujer ni siquiera era capaz de conciliar treinta minutos de sueño de un tirón
mientras oía las quejas de su apreciado Dada en el jardín. El perro, sería
conveniente añadir, era la imagen del doctor para ella en su dimensión animal:
fuerte, inteligente, guapo y bizarro, y este asunto emocional exasperaba aún más
a la mujer.
Cuando terminaron de comer, el
abuelo, que no había abierto la boca en todo el tiempo más que para meterse el
tenedor entre los dientes, dijo con voz pausada:
—Gracias a Dios, nunca tomé las
píldoras amarillas que me ha estado recetando del doctor Alexander G. —y añadió
mirando a su esposa—: Puedes decírselo, querida.
La familia al completo dejó lo
que estaba haciendo y miró al viejo, que en ese instante daba un sorbo al vino blanco
antes de continuar con su imprevisto y, según creyeron, senil alegato.
—Sí, querida. Primero creí que lo
mejor sería tirarlas al cubo de la basura, pero más tarde decidí que sería más
razonable darles un uso cabal… —pensó cuál sería la frase adecuada para
completar su explicación y, para darse tiempo, dio otro sorbo al vino. No la encontró
y razonó que lo mejor sería explicarse con cierto rigor y crudeza—. Lo
simplificaré diciendo que imaginé que Dada podría recibir el tratamiento en mi
lugar. Cada vez que lo veo, me acuerdo de él, y te puedo asegurar que es un
recuerdo, llamémosle…, incómodo.
Luego se levantó, se dirigió
hacia su nieta, la cogió de la mano y la levantó de la silla.
—¿Quieres dar un paseo con
Charlatán? Saldremos por la puerta de la cocina, Dada no está en condiciones de
vernos pasar, acaba de tomar su medicación.
Y acto seguido desaparecieron los
dos.
Alguien preguntó por qué el
abuelo quería que llegara la primera, estando como estaban entonces en plena
estación estival. Esto se supo después, días más tarde, cuando el abogado del
abuelo envió una notificación a su esposa. Los trámites de separación matrimonial
habían sido cursados. La cuenta atrás acababa de comenzar.
—Fin—