lunes, 16 de noviembre de 2015

La maldición de la cabra


La cabra es un animal muy curioso. Se adapta a cualquier tipo de terreno. Las hay en todos los continentes, salvajes y domésticas. Su mirada es espantosa cuando mira con esos ojos marrones como dos castañas asadas. Saco a colación este asunto a cuenta de una anécdota que os paso a relatar:

 Un día, iba paseando por un camino rural. Disfrutaba de las últimas horas de una tarde de otoño. Este es un camino que termina en un caserío en la ladera del monte, debajo de un búnker de la guerra civil que aún está por ahí, medio derruido. El caso es que, a unos cien metros antes de llegar al caserío, me topé con una gran piedra blanca junto a un castaño. Ese rellano me pareció en aquel momento el lugar más agradable del mundo y me senté a fumar bajo la sombra del árbol. Cuando levanté la vista al frente, nada más encender el pitillo, vi una cabra negra junto al camino. El animal me observaba. Tenía sus cuernos revirados en espiral, grises, y sus ojos eran grandísimos, desproporcionados; de su mandíbula, le colgaba una larga perilla negra; le brillaba el pelo igualmente negro por todo el cuerpo, que refulgía con especial intensidad en su lomo. Pero lo que más me impresionó de su figura fue su boca, la cual batía como si quisiera arrancar a hablar, y de la que le emanaba una lengua carnosa con la que se relamía el hocico una y otra vez con satírica satisfacción.

Aspiré una gran bocanada de humo y miré mi cigarrillo con la intención de desviar la vista de la cabrita. Levanté de nuevo la cabeza, incrédulo, y allí continuaba ella, impasible ante mí, con una cadena al cuello y sujeta a una estaca apuntalada detrás de los matorrales que lindaban con el sendero.

Yo, entonces, muy entero, y como me parecía que aquel animal podría perfectamente tener alma e inteligencia, con esa mirada y esa lengua que le otorgaba el aspecto de estar dotada para el diálogo, comencé a hablarle.

—Hola, cabrita. Vaya tarde bonita que tenemos hoy.

El bicho, sin apartar la vista de mi persona, me respondió.

—¡Hijoputa!

¡Dios mío! Di otra gran calada a mi Ducados, pero estaba en las últimas y sólo conseguí quemarme los dedos. Me levanté y me aparté fuera de su radio de borneo.

—Eres una cabra maleducada. ¿Por qué me llamas eso?

—Vas a pagar caro tu atrevimiento —me contestó.

Muerto de miedo, me escondí detrás del castaño y en aquel instante me entraron ganas de cagar. No sabría decir por qué, pero entonces me acordé cómo una mañana, una amiga me había confesado que se sentía un poco floja y yo, con buena intención, le sugerí que se tomara un zumo de naranja. Fue este un pensamiento fugaz; supongo, instigado por el desbarajuste de mis intestinos al verme intimidado por la cabra.

Detrás del árbol, me abracé el vientre y asomé un tanto la cabeza para vigilar al chivo, que aún se hallaba amarrado a la estaca. Me miraba con sus ojos grandes color canela. En seguida me habló de nuevo:

—¡Hijoputa!

Me dio otro apretón y me acordé de mi amiga que, después de haberla dejado camino de la oficina, no supe más de ella. Estuve a punto de llamarla aquella tarde para ver si el zumo de naranja le había hecho efecto, pero no lo hice. Simplemente, por un motivo u otro, no la llamé.

Y ahora era yo el que se iba por las patas. La cabra me miraba de frente y supe que adivinaba mis pensamientos.

Reuní algo de valor y le pregunté:

—Dime, señora cabra, ¿qué vas a hacer conmigo?

Y ella me respondió:

—¿Te acuerdas de aquella pobre chica que dejaste abandonada a la suerte de un zumo de naranja? ¡¿Te acuerdas?!

—Si —respondí—, y lo siento mucho. Pero te juro por lo más sagrado que no le aconsejé nada que no hubiera injerido yo para curarme yo mismo.

—Pues aquello no tuvo remedio —me contestó la cabra—. Se tomó ese zumo y jamás regresó a la oficina por temor a ser el hazmerreir de todos. Por sus leotardos caían ríos de mierda. Nada pudo curarla aquel día después de haberse tomado el zumo. No se atrevió a viajar en metro por miedo a que la detuvieran por cochina y tampoco fue capaz de entrar en un servicio público. Acabó decrépita bajo el gran castaño de las rampas de Uribitarte.

—Lo siento, lo siento muchísimo. Yo pensé que el zumo de naranja era lo mejor para su diarrea. Yo no pretendía hacerle nada malo.

—Pero te quedaste intranquilo y aún así la dejaste desamparada a su suerte. Ni siquiera la llamaste por teléfono para ver cómo se encontraba. Eres un cerdo.

Por lo menos ahora no me llamaba hijoputa, pensé, lo cual agradecí. Atemorizado, le pregunté:

—¿Eres el demonio?

Ella dejó de rumiar, levantó sus belfos y vi sus dientes blancos y enormes como cucharas soperas de nácar.

—Soy una bruja. La bruja de los montes. Me condenaron hace cien años a vivir encadenada con forma de cabra hasta la eternidad. Pero aún conservo ciertos poderes.

—¿Y qué me harás? —pregunté—. Sé que si reniego de ti nada podrán hacerme tus maleficios. Lo leí en un libro —mentí.

Entonces, comprobé que el suelo se había llenado de naranjas. Caían del árbol bajo el que me hallaba. Miré hacia arriba: Las castañas se habían convertido en naranjas.

—Las naranjas te perseguirán toda tu vida. Cuando bebas leche, se convertirá en zumo de naranja; cuando comas garbanzos, alubias o guisantes, se volverán naranjas; cuando bebas un traguito de un buen Rioja o un cubalibre, no será más que zumo de naranja, y así estarás yéndote de varetas toda tu vida —y añadió—: Hijoputa.

Entonces corrí. Corrí tan rápido como pude hasta que llegué a la playa. El sol ya se ponía por el horizonte en la bahía. La marea estaba baja y casi no quedaba gente. Bajé las escaleras del paseo. Mientras corría hacia el agua me iba quitando la ropa, la camisa, los zapatos; paré para desabrocharme el pantalón, me lo quité dando zancadas, también mi calzoncillo favorito del Pato Lucas, hasta quedarme como mi madre me trajo al mundo. Necesitaba lavarme. Olía a mierda y sentía cómo mi esfínter se aflojaba cada vez más, sin control.

Me sumergí bajo las olas. Glup, glup… Quería salir a la orilla, glup, glup, pero algo me decía que no haría más que el ridículo. La busqué con la vista, pero en el mar no hay cabras, como bien sabréis. Solo hay peces y ninguna sirena a quien aconsejarle un buen zumo de naranja, glup…, glup… ¡Glup!


—Fin, glup—

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