Por supuesto,
doscientos cincuenta mil euros no es una cantidad despreciable, aunque ridícula
si sirve para cambiar de vida; para comenzar de nuevo.
Doscientos
cincuenta mil. Así dicho, parece una suma imposible de juntar. ¿Cuánto abulta?
No mucho para lo que se puede hacer con ella.
Eso es lo que
le dije Radovic. La puta guerra había hecho de él un despojo humano. Te conviene.
Él estuvo de acuerdo y me pidió los detalles para planear el golpe. El golpe de
gracia, lo llamó. Aunque no tenía ninguna gracia, porque se trataba de matar.
Matar. Así dicho, suena mal. Pero si sirve para cambiar de vida, parece
ridículo poner objeciones.
Doscientos
cincuenta mil. Una cara nueva. Un nombre nuevo. Un pasaporte. Una residencia.
Un país. Puede que una mujer. Y una existencia pausada. Ya sabes, le dije,
pescar y leer el periódico.
—Y luego ¿qué?
Además, ya tengo ese dinero. Aquí. En mi casa. ¿Y luego qué? Es dinero de
mierda. Sucio. Indigno. Negro.
—Luego a vivir
de las rentas. Te vas a llevar un millón. Doscientos cincuenta mil para mí. No
es mucho, si te sirve para desaparecer. Para olvidarte de todo. Confía en mí.
Será dinero limpio. Lavado. Honesto.
Dinero.
Dinero. Dinero. Dinero. Dinero. Dinero.
Las miradas
conversaban:
El dinero
limpio es salud. Calidad. Pausa. Dulzura. Amor. Todo eso será para ti. Eso
ganarás. Todo se olvidará.
¿Todo? Son
muchos muertos. Los muertos me hablan.
Este no. Este
no te hablará. Este hará que callen los demás. Los niños asesinados. Las mujeres
violadas. Los ancianos degollados. La muerte tiene el don de despreciar el
silencio. ¿Oyes el eco? Lo oyes. Lo sé. Mírate, eres un desecho. Este muerto te
devolverá al silencio, a la quietud de los pacíficos.
—¿Quién es? —Preguntó
Radovic.
Radovic sabía
que una vez nombrado el objetivo, no podría echarse atrás.
—Quieres
saberlo. Eso quiere decir que aceptas. Lo necesitas. Estoy de acuerdo. Te
conviene. No te arrepentirás.
Nos miramos a
los ojos. Los ojos. Sin la pantalla del engaño. La verdad. El compromiso. El
futuro. La vida. La puta vida.
—Ahora lo
sabrás —le dije—. Me levanté. Lo dejé sentado. Encendió un pitillo. Abrí la
puerta. Salí.
Doscientos
cincuenta mil. Setecientos cincuenta mil. No está mal. Eso pensaba. Fumaba y
murmuraba. Y miraba a la puerta. La puerta. La puerta. La puerta. Las putas
puertas. Siempre las puertas.
Entré a la
habitación, de nuevo. Lo traía de la mano. Era un niño. De diez u once años.
Producto de una violación. El niño sonreía. Estaba asustado, pero sonreía.
Radovic lo
miró. Sin pantallas. Y recordó. El niño era suyo. Su misma cara. Era él mismo hacía
cincuenta años. Él mismo. Su sangre. Su ADN. Su mirada.
—Sí —le dije—.
Eres tú. Ahora lo sabes.
Radovic sacó
su arma. Sacó el tabaco. Sacó un pitillo. Otro. Se lo metió entre los labios. sonrió al arma; la puso sobre la mesa. Y dijo: Será mejor que el niño no lo vea. Le
aguarda el silencio. La quietud. El olvido.
—Así es —respondí.
Salimos por la
puerta. La puerta. La puerta. La puerta. La puta puerta.
Y oímos el
disparo.
—Fin—
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